Prácticas del lenguaje 7º - 08/09
ACTIVIDAD 1
§
Leé el relato que escuchaste en el
trabajo anterior (si te animás, hacelo en voz alta).
"La mañana
verde" - Crónicas marcianas
de Ray Bradbury
Cuando el sol se puso, el hombre se
acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de
las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire
pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos
cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y
agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el
cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de
una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía
treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y
follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada.
Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles
pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar
color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo
aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era
un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los
pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche
en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómo la
tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún
no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las
pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese
día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que
Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana,
cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas,
Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un
desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar
con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos,
apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando
el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego
nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz
compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí
cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire
enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de
los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta
días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los
pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El
fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia
de Juanito Semillas de manzana, que anduvo por Estados Unidos plantando
semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y
toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar
el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles
crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros
mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá
trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le
apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el
médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden
adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le
oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y
obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que
quedarme!
Lo dejaron allí, acostado, boqueando
horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a
causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y
cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún
árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni
siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en
la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas
y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba.
¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los
pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de
oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso,
las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la
cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola
contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él
eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas
especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias,
majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral
no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las
flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-.
¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que
crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se
organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados
desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos
verdeaban en instalaciones hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo
el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No
sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son
colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas
simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta,
con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó
pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días,
y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para
siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las
semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que
había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos
adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la
primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la
manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte
era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas
colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del
valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y
vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas
habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz
enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas
soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un
trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano
para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la
frente.
El agua le corrió por la nariz hasta
los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la
barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde
lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y
aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro
jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la
camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible
danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la
lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul
pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra.
Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se
adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, Benjamín
Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió,
y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la
mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas.
Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una
muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en
los labios.
El sol asomó lentamente entre las
colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor
Driscoll.
No se levantó en seguida. Había
esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y
ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el
cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena,
sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños,
no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres,
verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes
hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas,
limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces,
fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa,
alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos
echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor
Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente
móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que
brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en
oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que
transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de
las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro
nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías,
pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en
pasos de baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente
una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo,
otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.
FIN
ACTIVIDAD 2
§
Respondé:
1. ¿En qué lugar transcurre la historia?
2. ¿Cuál es el marco temporal? (Pasado,
presente o futuro)
3. ¿Cuál es la tarea que emprende Driscoll
y por qué la inicia?
4. «Era una mañana verde» ¿Por qué se califica al nuevo día con este adjetivo?
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